El verdadero arrepentimiento: cuarto domingo de Cuaresma

Tradicionalmente, en la liturgia del cuarto domingo de Cuaresma resuena un mensaje alegre, que nos anima al llegar a la mitad de nuestro camino cuaresmal. El Evangelio de hoy presenta la tercera parábola, que nos invita a considerar la alegría en la profundidad de la misericordia y el amor de Dios. Tres personajes de la parábola, el hijo menor, el hijo mayor y su padre, tejen una hermosa historia de pecado, envidia y misericordia.

El hijo menor pecó contra su padre y su hermano mayor al malgastar la herencia que había recibido de su padre con su esfuerzo y sacrificio. Hirió profundamente el corazón de su padre, pues consideraba la vida en casa una carga más que una bendición. Cuando por fin regresó, lo había perdido todo: su riqueza, su salud, su dignidad e incluso su amor propio. Sin embargo, una cosa le quedaba: seguía siendo hijo de su padre. Su regreso fue impulsado por el hambre, pues en su miseria pensó: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen comida más que suficiente, pero aquí estoy yo, muriéndome de hambre…».

El hijo mayor, aunque permanecía físicamente cerca de su padre, su corazón estaba distante. Vivía bajo el techo de su padre, pero no compartía su corazón. Albergaba resentimiento: «¿Por qué mi padre ha preparado un gran banquete para este hijo ingrato y díscolo, mientras que a mí, que he servido fielmente, ni siquiera me ha dado una cabrita para celebrarlo con mis amigos?». Enojado por la injusticia percibida, se negó a entrar en la casa de su padre.

Así, aunque los dos hijos parecían diferentes, se parecían en algo fundamental: ambos estaban alejados de su padre. El hijo menor se marchó porque no encontraba la felicidad en la casa de su padre. El hijo mayor se quedó, pero no participó de la alegría de su padre. Su corazón carecía de perdón y generosidad hacia su hermano. Se aferraba a su propia justicia, se enorgullecía de su obediencia, miraba a su hermano con desdén, no quería verlo restaurado.

El padre, que representa a Dios, honró la libertad de sus hijos, incluso cuando le causó gran dolor. Cuando su hijo menor se marchó, su corazón se desgarró al verlo desaparecer más allá del horizonte. Sin embargo, día tras día, esperó el regreso de su hijo. Y cuando, por fin, el hijo regresó -roto, humillado y destituido-, el padre no le reprendió. Al contrario, se alegró y preparó un gran banquete. El padre perdonó a su hijo incluso antes de que tuviera la oportunidad de confesar sus pecados. Con gran alegría, declaró: «Porque este hijo mío estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado». Al hijo mayor, le habló con suave afecto: «Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo que tengo es tuyo…». El padre trataba de abrir el corazón de su hijo mayor, de ayudarle a comprender la verdadera naturaleza del amor: un amor que trasciende la mera obligación y la ley, un amor que abarca la misericordia y el perdón.

El padre misericordioso de la parábola es la imagen misma de Dios, que es rico en compasión. El trato que da a sus dos hijos refleja cómo se relaciona Dios con cada uno de nosotros. Nuestro Señor espera siempre a la puerta de nuestro corazón, anhelando nuestro regreso. Nos suplica, como hizo con el hijo mayor, que abracemos a nuestros hermanos y hermanas descarriados, recordándonos: «Todo lo mío es vuestro». En el corazón de Dios sólo hay amor, un amor que no guarda registro de los males, un amor que abraza incluso a los infieles, un amor que no depende de nuestra valía, sino simplemente del hecho de que somos sus hijos y hemos sido creados a imagen de Dios. El Dios que Jesucristo nos revela es un Padre tierno y perdonador, siempre dispuesto a abrazar a sus hijos.

Esta parábola nos habla a cada uno de nosotros, porque en cada corazón habitan el hijo menor y el hijo mayor. A veces nos parecemos al hijo pródigo, que se deja llevar por las tentaciones del mundo, malgasta los dones de la gracia y vuelve a Dios apenado, después de haber experimentado el vacío del pecado. Otras veces, nos parecemos al hijo mayor, santurrones y rápidos para condenar, sin reconocer la profundidad de la misericordia de Dios.

Nuestro mundo actual lleva las heridas de la división y la lucha. La humanidad ha perdido su sentido de la fraternidad, lo que ha provocado guerras, odio y relaciones rotas. La armonía entre el hombre y la naturaleza se ha roto, provocando la destrucción del medio ambiente.

Ahora, más que nunca, estamos llamados a volver al Padre, al Dios de la misericordia infinita. El verdadero arrepentimiento es un retorno, no sólo a Dios, sino también a nuestros hermanos y hermanas, a la armonía de la creación, al camino del amor, de la alegría y de la vida misma. Que, como el hijo pródigo, nos levantemos y volvamos al abrazo de nuestro Padre. Que, a diferencia del hijo mayor, aprendamos a compartir la alegría de la misericordia. Y que reconozcamos en el amor de Dios la invitación a perdonar, a alegrarnos y a vivir como verdaderos hijos del Altísimo.

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